Mirta Rosenberg (Rosario 1951-Buenos
Aires, 2019)
Mi oficio
Siempre me imaginé la poesía como un territorio. Mejor aún,
una isla. Es como si fuera una reserva, adonde todos podríamos recurrir cuando
haya escasez de sentimientos en el mundo, e incluso de pensamientos. El mar
circundante sería el pensamiento, la historia, la pintura o el paisaje.
Lo que importa son las palabras, el lenguaje. Un barco, una
canoa, alguna embarcación que sirva para rodear esa isla reservada,
patrullarla, desembarcar. Las palabras usadas para enfrentar los hechos de una
vida: dolor, placer, horror, amor, sus sucedáneos, hasta morirse. El secreto es
que también hay belleza. También hay belleza. La poesía no sirve para quejarse.
Nos rodea un paisaje. ¿Lo vemos? La poesía nos ayuda: ver
para afuera, pero también ver para adentro. Gracias a ella muchas cosas que vi
quedaron dentro de mí. Escenas, caras, una sequoia de Berkeley cuya copa, hasta
hoy, me acerca al cielo. En los peores momentos. Una escalera.
La poesía crece cuando la historia es adversa a la
humanidad. Masacres, campos de concentración, regímenes totalitarios le dan más
sentido. Ahí se ve que es una reserva, palabras que estaban allí, a mano, para
consolar de lo inconsolable.
La poesía no sirve para nada. Ese es su mayor valor. Si
tiene alguna razón oculta, algún designio, el propósito de convencer, se
transforma en un panfleto.
El protagonista es el lenguaje, eso que nos une y nos
separa. Animales parlantes, pensantes. La poesía también es pensamiento.
Hay un poeta, Robert Hass, que dice que la poesía es una
historia familiar. Se advierte en todas las tragedias griegas, en Homero,
incluso en la Biblia misma. Siempre hay eso que nos vuelve humanos, la historia de familia. Y el
lenguaje. Una cría de elefanta, si es hembra, vive al menos cincuenta años con
su madre, la matriarca. Pero no lo puede contar, no puede dejarlo escrito.
Por eso me gustan tanto los poemas de animales: es como
prestarles voz, tratando siempre, pese a Platón (el poeta es un fingidor,
Pessoa), de decir la verdad. Me gusta creer que tienen seres humanos en su
interior, con sus duras almitas, su disciplina, su perverso rigor.
La poesía constante a lo largo de una vida convierte la
apariencia en realidad, desenmascara. O eso o el abandono, la honestidad de
dejar de escribir, dejar de repetir, repetir, repetir.
En: Rosenberg, Mirta.
Cuaderno de oficio. Buenos Aires : Bajolaluna, 2016.