Arturo, nuestro perro, nuestro único rey
El Negro, Batarazo, Pochonono, entre otros apodos con que te bautizábamos
(Buenos Aires, 2014-Juan Lacaze, 2024)
Te acercabas buscando caricias antes de retirarte “a tus
aposentos” para dormir. Esta fue una costumbre que tomaste en los últimos
tiempos, y que cultivamos. Una mirada tuya, caricias nuestras, sin ellas no te
retirabas a dormir, eso era por las noches.
Así eras de convincente con tus rutinas.
Nos miramos cuando te subieron a la camioneta para llevarte
a internar. Te compusiste echado, pero con la cabeza erguida y nos miramos, tan
sabio, siempre. Nos despedimos, vos te despediste. No entregado, pero sabiendo
el fin. Fueron últimos segundos de entereza para dejarnos con calma, imposible.
Alcancé a decirte “andá tranquilo, vas a estar bien”, y escondí mi boca porque
mentía y dejé que mis ojos se encontraran con los tuyos. Vos sabías. Nos
cuidaste en tu despedida hasta el final. Te cuidamos, te amamos.
Creíamos que estarías un par de años más con nosotros, puro
egoísmo, eras tan importante para nosotros.
Te extrañamos en tus insistencias, en tu mirada, en los
silencios y descansos, también en tus “no hacer caso”.
Deambular y oler era tu pasatiempo favorito cuando íbamos al
parque.
A veces mirabas hacia atrás de reojo para saber si estábamos
y dónde, pero nunca para responder a un llamado. Era tu revancha animal.
Te “hacía feliz” cada paseo y hacías que fuera el mejor
pasatiempo para nosotros en esta ciudad.
Ahora estamos como olvidados de “salir a caminar” o quizá no
queremos encontrarnos con tu ausencia.
Te alejabas de gritos humanos fútiles. Te interponías cuando
me creías amenazada.
Nadie me recibirá con tanta alegría.
Foto 2016
El dormitorio era el único lugar adonde no entrabas, una de
las pocas cosas que incorporaste y respetabas, al principio. Con el tiempo el
límite se fue corriendo y en la habitación solíamos ser tres. A veces a los
pies, o al lado de nosotros, la siesta a mi lado, la noche del lado de Horacio.
En verano debajo de una ventana abierta.
Notable era tu comportamiento cuando viajabas en automóvil,
de amigos o taxis. Eras un pasajero más, siempre nos pareció que te encantaban
esos traslados y cuando viajábamos en barco, mucho más.
Sociable siempre, buscando mimos, aún de extraños, y vos
decías hasta cuándo.
Recuerdo una vez, unos niños se acercaron para acariciarte y
luego comenzaron a pedirte que les dieras una y otra pata, una y otra vez, me
miraste pidiendo terminar con ese desacierto, y luego con ladrido. No hacíamos
ese tipo de juego repetitivo con él, el lugar común para los perros. Tampoco te
hacíamos engaños o burlas, no nos gustaba que pasaras por eso.
Amabas a Ezequiel, tu paseador
y a su familia. Armaste con esa manada una familia perruna y cuando se
encontraban se saludaban con cierto desdén de viejos conocidos.
El saludo expresivo se
reservaba para los humanos.
Eras bueno, eras pícaro, te
hacías el tonto por conveniencia, no confrontabas. Me cuesta describir la
cualidad de tu mirada.
Tantas cosas me recuerdan tu
ausencia, me recuerdan tu presencia.
Intenté comenzar el duelo
lavando tus pertenencias, una manta, el plato, una correa. Aún falta.
En la casa quedan libros
mordidos de tu época de cachorro, muchos tienen tus marcas, tus predilectos,
los dos tomos de Wallace Stevens. También portarretratos, alfombras de baño,
algún repasador.
Por supuesto, las pantuflas, hasta que aprendiste que no había que romperlas y cuando alguno de nosotros se iba o ambos, las llevabas a tu colchón, para tu compañía.
Con el tiempo dejaste de
hurgar en el tacho de la basura y desparramarlo todo. Con el tiempo volviste a
esa costumbre. Y con el tiempo comenzaste a desobedecernos más que de cachorro,
reclamabas más caricias y también apareció un nuevo ritual antes de ir a
pasear, dabas vueltas a la mesa hasta dejarte poner la correa, lo mismo hacías
antes de empezar a comer.
Tenías tus humanos preferidos
(Agus, Lalu, Zulma, Fede, Juju, Charli, Vivi) a quienes festejabas
expresivamente cuando nos visitaban, saltabas, corrías, los celebrabas, en el
último tiempo con más emoción.
Cómo nos costó aceptar tu
alejamiento cuando empezaste a sentirte mal. Esas últimas noches elegiste
dormir afuera, no comías, casi no bebías, y habías sido un gran bebedor de
agua. Casi no nos mirabas a los ojos como siempre.
Eras bueno. Bueno con
nosotros, con las personas en general, cercanas y desconocidas. Eras bueno con
otros perros. Medías fuerzas, pero no peleabas. Tenías algún que otro enemigo
perro, por algún pasado rival, no te hacían bien los border collie y los
pastores alemanes, salvo Destino, tu compañero de Paseos.
Recuerdo aquella vez que te
escapaste y corrías sin rumbo por la avenida. Cuando te recuperé, agitada te
quise castigar, pero ahí me di cuenta de que te quería demasiado.
Te dejamos en otro país, al
lado del río Uruguay. Te gustaba estar allá, disfrutabas la naturaleza tanto o
más que nosotros. “Arturo, acá se acuerda de que es perro”, dijo un vecino, con
razón.
Estás sobre un médano, cerca
del agua. Te extrañamos, pero cuando vemos el río, cuando pensamos en la playa
te tenemos cerca y estamos un poco menos tristes.
Arturo y compañía